miércoles, 21 de octubre de 2009

Semana a la vista: miércoles.


A las doce tenía una cita. Medio a ciegas, porque uno de los dos no creo que tuviese demasiado claro con quién se había citado. También porque tenía la duda de que uno de los dos ni siquiera supiera que aquello era una cita.

Estaba el problema del agua. Llevamos una larga temporada, en la calle, en el barrio, sin saber cuándo exactamente van a cortarla cada día para hacer otro de esos arreglos que siempre acaban siendo provisionales. Y yo necesitaba un baño antes de decidirme a salir de casa. Luego, la ropa. Que tampoco es fácil. ¿Escote de divorciada? ¿Pantalones de aventura? ¿Vestido de qué a gusto voy cuando no me aprieta nada?... Desde muy temprano he ido solucionando estas pequeñas cuestiones y, jugando con el nuevo telefonino, al que todavía no le he pillado la mayoría de los trucos, he dejado puesta la alarma para que, en caso de despiste, me avisase cuando faltara un cuarto de hora para la hora fijada. Y, ya puestos a no saber cómo resultaría la cita, otra para media hora después de ese mismo momento, en el que, en el peor de los casos, podría darla por finalizada.

Hacía fresco cuando, a las once y media -ya bañada, hidratada, vestida y perfumada- he cargado con uno de mis mejores bolsos dispuesta a comerme la cita con patatas. Pensaba pasar a comprar la prensa y, de paso, un libro que me hubiese gustado regalarle, después de valorar la posibilidad de prestarle el ejemplar que tengo ya leído en casa. A la hora en punto estaba yo en la barra pidiendo mi desayuno y solicitando que, a pesar del viento -desgradable y frío en aquella plaza- me lo sirvieran en la terraza. Me he tragado la tostada casi sin respirar, estaba hambrienta ya que anoche, presa con tanta antelación de los nervios, había declinado cenar. Afortunadamente, porque no era, ni de lejos, la mejor que me han preparado. El café, en cambio, hubiese querido que durara.

Dos cigarrillos después, unos minutos antes de que sonara la alarma, muerta de risa, despeinada y casi congelada, he vuelto a casa. Quedándome con la duda de si alguno de los dos había acudido a la cita.

lunes, 19 de octubre de 2009

Semana a la vista: lunes


El despertador ha vuelto a sonar a las 6.45 a pesar de que hasta el próximo jueves sigo estando de vacaciones. Acostumbro a reeducar los despertares unos días antes para evitar el ataque de ansiedad de la noche previa.

El pasado lunes volví de Londres y todavía me duele el oído como en el peor momento de presión del aterrizaje en Alicante. Aunque creo que eso no es lo peor: sigo mirando primero a mi derecha cuando voy a cruzar la calle y la maleta, medio vacía, está aún en el centro de la habitación, como si no tuviese del todo claro que en mucho tiempo no voy a volver a llenarla.

Después de pasar la mayor parte del fin de semana recopilando información sobre las asignaturas que de aquí a enero van a suponer otro reto que superar, el escritorio rebosa de papeles sin clasificar, tarea que me va a llevar gran parte de la mañana. Aunque también he de aprovechar que de momento no llueve para poner un poco de orden en la terraza. Y en la cocina. Incluso en el baño. Desde que en la última visita al pediatra con meri éste, como respuesta a mi queja de que no podía obligarla a comer fruta, me dijo que tampoco era agradable limpiar la casa y sin embargo estaba seguro de que lo hacía, me di cuenta de la razón que llevaba y también dejé de obligarme a hacerlo. En esas condiciones, mi pequeño caos crece a diario. No hay suciedad acumulada, aunque sí desorden. Pero no quiero agobiarme con que sólo me quedan tres días. En cuanto recupere la rutina de una hora para cada cosa -no sé realmente a quién quiero engañar con ésto- la propia cadencia de los días irá transformando la rebeldía en desidia y acabaré por volver a la tarea.

Pero hoy todavía es lunes y sigo de vacaciones. A las 10 abren el spa más cercano. Después habrá tiempo de sobra para (casi) todo.

domingo, 18 de octubre de 2009

Ventana al mar.


Mi próximo gran objetivo secreto (de los menos grandes, que no pequeños, tengo una libreta llena) es un ático con vistas al mar. En un día como hoy, típico temporal otoñal de levante, olas rugiendo, lluvia intensa cambiando de dirección a cada golpe de viento, se produce un grandioso espectáculo que no quiero volver a perderme.

Hace muchos, muchos años, cuando yo era más joven e idealista -aunque menos aventurera y valiente según ha venido el paso de los años a demostrarme- soñaba con una gran casa a pie de playa, incluso de acantilado, donde iría discurriendo apaciblemente mi placentera y acomodada vida de escritora de espléndidos bestsellers, rodeada de perros, gatos y aduladores de distintos pelajes que me hicieran sentir como una adorada -y sin embargo despótica- emperatriz controladora hasta de los más ínfimos detalles. Después deseé un barco, con un canal navegable propio en el que poder aislarme cada vez que no se viera cumplida alguna de mis más descabelladas ambiciones.

Este domingo en el que mi previsto último día de playa se ha ido al garete, y quizá precisamente por esa razón, mientras escucho a Madeleine Peyroux en el spotify, me he propuesto seriamente conseguir el gran objetivo que marcará una frontera entre aquellas juveniles ambiciones y las no menos descabelladas de la madurez reflexiva en la que me hallo instalada desde que hice las paces conmigo misma, no demasiados meses atrás en el tiempo. Aunque ahora los obstáculos -diferentes pero no menos dificultosos y que de alguna manera dependen sólo de mí y de cómo se los presente a meri, el único escollo que puede detener mi desenfreno- son reales y, por eso mismo, superables.

Una ventana al mar. Ya me siento comprometida con ella.

viernes, 16 de octubre de 2009

Si nadie habla...


He leído hace poco una novela, elegida entre muchas otras precisamente por el título, parte del cual me sirve hoy para dar encabezamiento a esta entrada. Que posiblemente signifique una vuelta a la rutina de la intimidad y confesión que en esta página se ha venido estilando. Aunque también puede que no. Porque si bien algunas veces tengo la sensación de que necesito seguir narrando esas cosas cotidianas tan sin trascendencia que son las que de verdad importan, en otras pienso que en realidad ya está todo escrito.

Ahora puedo contar que en este tiempo de silencio he estado jugando a sentir indiferencia. A aparentar una cierta forma de desapego. A envolverme en capas y capas de invisibilidad y distanciamiento. A intentar desarrollar un egocentrismo cuyas bases no habían sido bien asimiladas desde el principio.

Y que a pesar de todo ello he crecido.