El lunes por la noche, después de la última sesión del día del espectador, el cine, el único cine que había en la ciudad, cerró sus puertas definitivamente. Yo no me enteré ayer cuando pasé por delante y vi sus escaparates desnudos, sin ningún cartel anunciador, sin horarios ni precios en su pizarra. En la puerta habían colgado un cartel de "cerrado por descanso del personal" que me llamó la atención al ser la primera vez que lo veía aunque que no llegó a preocuparme. Esta mañana, sin embargo, la prensa me sacó del engaño. Después de 41 años abriendo sus puertas todos los días, el cine no había podido superar la crisis y había cerrado.
Podría parecer que, siendo el único, acaparaba todo el negocio. Y así era, si es que se trataba de un negocio. Las películas -exceptuando las grandes y sobrevaloradas producciones internacionales (la saga de Harry Potter, por ejemplo)- solían durar una semana en cartel y a duras penas si contaban con una docena de espectadores en cada pase. La programación seguía una línea standard de estrenos, todo hay que decirlo, pero aún así de vez en cuando anunciaban algún título que lograba superar la comodidad del sofá y el home cinema caseros. Se sabía, además, que debido al poco interés que los propietarios le dedicaban al local era frecuente encontrarse con una copia en malas condiciones así como algún que otro corte de fluido eléctrico que te destrozaba el seguimiento de la película. Yo estuve, no hace mucho, viendo No es país para viejos y me tocó el visionado en dos etapas, debido a problemas con el proyector que no podía ser arreglado hasta el día siguiente. Pero todo eso, visto ahora desde el cierre, debería carecer de importancia.
Que no somos un pueblo de cinéfilos es indiscutible, por mucho que desde hace un par de años se hayan sacado de la manga un festival de cine local sin ningún sentido. Que los políticos lleven lustros prometiendo en cada campaña un teatro municipal seguro que a nadie le extraña. Que el cine ocupa un solar por el que algunos constructores matarían ha sido la comidilla hoy en la mayoría de los círculos. También están los que dicen que con los minicines del nuevo centro comercial tenemos más oferta de la que somos capaces de consumir. Y por último hay un grupo que piensa que al ayuntamiento se lo acaban de poner en bandeja.
Yo, que soy ciudadana de a pie (en el sentido literal de la expresión) y soy más pesimista, pienso que de nuevo la ciudad vecina, que ni de lejos se acerca en teoría a la modernidad y culturalidad* de ésta en la que a diario me muevo, ha ganado la partida. Porque, como ya se venía haciendo desde que allí inauguraron el auditorio, habrá que desplazarse unos kilómetros cuando se quiera salir para hacer algo diferente de comer o tomar una copa. Aquí ya nos hemos conformando con tener el mar. Que los otros tengan lo que vamos desechando.
Podría parecer que, siendo el único, acaparaba todo el negocio. Y así era, si es que se trataba de un negocio. Las películas -exceptuando las grandes y sobrevaloradas producciones internacionales (la saga de Harry Potter, por ejemplo)- solían durar una semana en cartel y a duras penas si contaban con una docena de espectadores en cada pase. La programación seguía una línea standard de estrenos, todo hay que decirlo, pero aún así de vez en cuando anunciaban algún título que lograba superar la comodidad del sofá y el home cinema caseros. Se sabía, además, que debido al poco interés que los propietarios le dedicaban al local era frecuente encontrarse con una copia en malas condiciones así como algún que otro corte de fluido eléctrico que te destrozaba el seguimiento de la película. Yo estuve, no hace mucho, viendo No es país para viejos y me tocó el visionado en dos etapas, debido a problemas con el proyector que no podía ser arreglado hasta el día siguiente. Pero todo eso, visto ahora desde el cierre, debería carecer de importancia.
Que no somos un pueblo de cinéfilos es indiscutible, por mucho que desde hace un par de años se hayan sacado de la manga un festival de cine local sin ningún sentido. Que los políticos lleven lustros prometiendo en cada campaña un teatro municipal seguro que a nadie le extraña. Que el cine ocupa un solar por el que algunos constructores matarían ha sido la comidilla hoy en la mayoría de los círculos. También están los que dicen que con los minicines del nuevo centro comercial tenemos más oferta de la que somos capaces de consumir. Y por último hay un grupo que piensa que al ayuntamiento se lo acaban de poner en bandeja.
Yo, que soy ciudadana de a pie (en el sentido literal de la expresión) y soy más pesimista, pienso que de nuevo la ciudad vecina, que ni de lejos se acerca en teoría a la modernidad y culturalidad* de ésta en la que a diario me muevo, ha ganado la partida. Porque, como ya se venía haciendo desde que allí inauguraron el auditorio, habrá que desplazarse unos kilómetros cuando se quiera salir para hacer algo diferente de comer o tomar una copa. Aquí ya nos hemos conformando con tener el mar. Que los otros tengan lo que vamos desechando.
* Pido mil disculpas por el palabro que seguramente me he inventado, pero no se me ha ocurrido otro término para definir la tontería en la que en ese momento estaba pensando.