miércoles, 30 de abril de 2008

Trece.


El lunes por la noche, después de la última sesión del día del espectador, el cine, el único cine que había en la ciudad, cerró sus puertas definitivamente. Yo no me enteré ayer cuando pasé por delante y vi sus escaparates desnudos, sin ningún cartel anunciador, sin horarios ni precios en su pizarra. En la puerta habían colgado un cartel de "cerrado por descanso del personal" que me llamó la atención al ser la primera vez que lo veía aunque que no llegó a preocuparme. Esta mañana, sin embargo, la prensa me sacó del engaño. Después de 41 años abriendo sus puertas todos los días, el cine no había podido superar la crisis y había cerrado.

Podría parecer que, siendo el único, acaparaba todo el negocio. Y así era, si es que se trataba de un negocio. Las películas -exceptuando las grandes y sobrevaloradas producciones internacionales (la saga de Harry Potter, por ejemplo)- solían durar una semana en cartel y a duras penas si contaban con una docena de espectadores en cada pase. La programación seguía una línea standard de estrenos, todo hay que decirlo, pero aún así de vez en cuando anunciaban algún título que lograba superar la comodidad del sofá y el home cinema caseros. Se sabía, además, que debido al poco interés que los propietarios le dedicaban al local era frecuente encontrarse con una copia en malas condiciones así como algún que otro corte de fluido eléctrico que te destrozaba el seguimiento de la película. Yo estuve, no hace mucho, viendo No es país para viejos y me tocó el visionado en dos etapas, debido a problemas con el proyector que no podía ser arreglado hasta el día siguiente. Pero todo eso, visto ahora desde el cierre, debería carecer de importancia.

Que no somos un pueblo de cinéfilos es indiscutible, por mucho que desde hace un par de años se hayan sacado de la manga un festival de cine local sin ningún sentido. Que los políticos lleven lustros prometiendo en cada campaña un teatro municipal seguro que a nadie le extraña. Que el cine ocupa un solar por el que algunos constructores matarían ha sido la comidilla hoy en la mayoría de los círculos. También están los que dicen que con los minicines del nuevo centro comercial tenemos más oferta de la que somos capaces de consumir. Y por último hay un grupo que piensa que al ayuntamiento se lo acaban de poner en bandeja.

Yo, que soy ciudadana de a pie (en el sentido literal de la expresión) y soy más pesimista, pienso que de nuevo la ciudad vecina, que ni de lejos se acerca en teoría a la modernidad y culturalidad* de ésta en la que a diario me muevo, ha ganado la partida. Porque, como ya se venía haciendo desde que allí inauguraron el auditorio, habrá que desplazarse unos kilómetros cuando se quiera salir para hacer algo diferente de comer o tomar una copa. Aquí ya nos hemos conformando con tener el mar. Que los otros tengan lo que vamos desechando.

* Pido mil disculpas por el palabro que seguramente me he inventado, pero no se me ha ocurrido otro término para definir la tontería en la que en ese momento estaba pensando.

martes, 29 de abril de 2008

Doce.


Al fin he recuperado mis sobremesas.

Desde hace tanto que ni me acuerdo, después de comer me sentía obligada a ver Fama ¡a bailar!, porque así aprovechaba casi los únicos momentos en que parecía que meri, mi hija adolescente y yo, conectábamos. Los primeros días me interesaba tanto el esfuerzo físico que les veía hacer a los chiquillos constantemente como la parte que de reality tenía el programa. Era mi primera experiencia y empaticé de tal manera con todos ellos que, básicamente, lloraba. Al tiempo que pasaban los meses fue perdiendo para mí esa inverosímil magia, la que me había enternecido hasta el punto de haberme hecho derramar tantas lágrimas, y perdí casi por completo el interés por lo que iba sucediendo en la pantalla una tarde tras otra. Seguía fingiendo verla con la misma ilusión, sentada en el sillón con el café entre manos, comentando los distintos bailes sin temor a equivocarme demasiado pues una vez conocida la mecánica del programa, repetitivo hasta la saciedad, suponía que podía deparar pocas sorpresas. La cuestión que me interesaba era pasar esos momentos con ella y aproveché la ocasión para -con apenas una pequeña ración de picardía bienintencionada- conseguir ese contacto que tan caro venden en la actualidad los adolescentes. Aunque ese es otro tema.

Como decía, recuperé mis sobremesas. Lo que me lleva al grano del asunto. Esta tarde ha habido una conjunción de circunstancias que me han permitido pasar más horas de las recomendables -sentada en mi cómodo nuevo sillón cortesía del día de la madre- leyendo gran parte de los blogs que ayer por la mañana, en el pc de la oficina, estuve marcando de cerca. Y son tan buenos, se adivinan detrás de las palabras personas tan cultas, tan comprometidas, tan simpáticas, tan dulces y tan estupendas escritoras que casi se me viene el mundo abajo. Porque a ver ahora que me había decidido, qué hacía yo con mi absurda mediocridad rodeada de tanta brillantez.

Una vez más me ha salvado la campana. En la cocina, además de todas las cosas que allí disfruto haciendo, divago y fabulo mientras voy pelando, lavando, cortando, picando, batiendo, mezclando, asando, friendo, cociendo... Es el único lugar de la casa que me pertenece casi por derecho y en el que estoy a mis anchas. Y mientras preparaba la sencilla cena que hace un rato nos hemos tomado he pensado que iba a escribir precisamente esto. Que aunque no sé muy bien por qué y a pesar de que en algunos momentos me siento avergonzada, de aquí, de momento, no me muevo.

lunes, 28 de abril de 2008

Once.

Ventana. Juan Carlos Martín.

Algunas veces la mañana del lunes te da un respiro y, desechado el sentimiento de culpabilidad al pensar que no estás haciendo nada de provecho, te dedicas (ay, dios, en el pc de la oficina) a algo que en los cuatro últimos años te ha satisfecho en cada ocasión en que has tenido oportunidad de hacerlo: navegar a solas y en silencio entre blogs desconocidos que encuentras gracias a los enlaces en las páginas de tus amigos. Así hoy, mi blogroll, que había ido quedándose vacío de contenidos, aparece de nuevo con unos cientos de entradas por revisar despacio y con atención porque entre ellas es muy posible que encuentre alguna razón para quedarme por aquí una temporada.

domingo, 27 de abril de 2008

Diez.


"Entre Edward y Florence nada había sido apresurado. Los avances importantes, los permisos tácitamente otorgados para ampliar lo que se consentía ver o acariciar fueron una conquista gradual. El día de octubre en que él vio por primera vez sus pechos desnudos precedió con mucha antelación al día en que pudo tocarlos: el 19 de diciembre. Los besó en febrero, aunque no los pezones, que rozó con los labios una vez, en mayo. Ella se permitió explorar el cuerpo de Edward con una cautela aún mayor. Los movimientos súbitos o las sugerencias radicales por parte de él podían deshacer meses de buen trabajo. La noche en el cine en que vieron Un sabor a miel y en que él le tomó la mano y se la hundió entre las piernas, las de Edward, retrasó unas semanas el proceso. Ella se volvió no gélida o ni siquiera fría -no era su estilo- sino imperceptiblemente lejana, quizá decepcionada o hasta ligeramente traicionada. Se distanció de él sin inocularle dudas sobre el amor que ella le profesaba. Finalmente se reanudó el proceso: un sábado por la tarde de finales de marzo en que estaban solos y caía una lluvia pertinaz al otro lado de las ventanas del cuarto de estar desordenado de la minúscula casa de los padres de Edward, en las Chiltern Hills, ella posó la mano brevemente en, o cerca de, su pene. Durante menos de quince segundos, con una esperanza y un deleite crecientes, él la percibió a través de dos capas de tela. En cuanto ella retiró la mano, él supo que no aguantaba más. Le pidió que se casara con él."

Ian McEwan. Chesil Beach.

sábado, 26 de abril de 2008

Nueve.

Mi rincón de ocio.

Así como para desarrollar cualquier actividad productiva son necesarios unos requisitos mínimos de comodidad y calidad, también lo son para mí en el acto de sentarme a escribir y leer en la red. Una herramienta adecuada, una máquina potente, una buena conexión y, lo más importante, un asiento cómodo.

Una de las desventajas de vivir en un piso alquilado con sus propios muebles es que normalmente no encuentras esos que tú misma habrías comprado, por diseño, por funcionalidad o simplemente por tu propia comodidad. Así, aquí sólo había sillas, un poco viejas y deterioradas, a las que el cuerpo, por muchos días que pasaran, no llegaba a acostumbrarse. Entre las cosas que dejé atrás estaba mi sillón de trabajo. Una sencilla silla de madera y lona, de esas que llaman "de director", gastada por muchos años de uso, en la que podía pasar horas sin que se resintiera ninguna de mis articulaciones.

Una de las ventajas de tener una hija que -dejando de lado algunas veces su propio ombliguismo- advierte ciertas limitaciones e incomodidades es que, dentro de su capacidad, intenta mejorar la situación utilizando para ello no sólo su imaginación sino también sus propios recursos. Hace unos días me dijo que tenía un regalo para mí y que no sabía si podría esperar al día de la madre para hacérmelo llegar. Cuando ayer decidió que este fin de semana también quería pasarlo en casa de su padre, me advirtió para que no saliese de casa hoy por la mañana. Y aquí estaba yo en pijama cuando ha sonado el timbre. Me traían ese regalo misterioso que todavía me tiene pensando cómo ha conseguido.

Este es el aspecto que tiene ahora mi rincón de ocio con mi nuevo sillón de trabajo.

viernes, 25 de abril de 2008

Ocho.


Hace ya una semana que dejé esta ventana abierta a merced de tu mirada. Los mismos días que me ha costado volver a sentirme a gusto navegando por la red. Como en los viejos tiempos, cuando era yo la única que visitaba (una vez tras otra) el diario que, sin ningún esfuerzo y sólo para mis ojos, había empezado en forma de blog.

Han pasado casi cuatro años desde entonces y no sólo he vuelto al principio casi con la misma ilusión sino también con las mismas limitaciones. Las que me impiden no sólo desplazarme con fluidez en busca de nuevas personas (o personajes) sino también las que me dejan sin palabras cuando, en un acto de osadía que no tiene nada que ver con mi carácter tímido y reservado, intento dejar un comentario al encontrar alguna con la que de verdad quisiera comunicarme. Aún así, confío. En superar ese miedo y recuperar la soltura con que me movía en el parís que ahora me resulta tan lejano.

jueves, 24 de abril de 2008

Siete.


Al día de ayer le faltaron varias cosas. No disfruté de las suficientes horas de sueño ni encontré tiempo para leer, no escuché las palabras de aliento que esperaba ni recibí ningún mensaje tranquilizador. Al día de ayer le faltó especialmente un beso por la mañana.

Incomprensiblemente, al día de ayer sólo le sobró una cosa: sonó el teléfono y, a pesar de darme cuenta de que la llamada venía de un número poco recomendable, respondí para oír lo que tuviera que decirme. Colgó en cuanto oyó mi voz, y eso me dejó descolocada. Ahora que al fin he roto con todo, al día de ayer le sobró esa llamada.

miércoles, 23 de abril de 2008

Seis.

Muchacha leyendo. Theodore Roussel

"No existe libro tan malo que no sea provechoso en algún aspecto."

Plinio el Viejo.

martes, 22 de abril de 2008

Cinco.

Poema a la gloria de los destellos. Joan Miró.

Saltaban chispas. Literalmente.

Esta mañana la oficina estaba cargada de electricidad estática. O dinámica, porque la corriente de malas vibraciones iba creciendo por minutos, por instantes, por milésimas de segundo. Faltaba personal, pero eso no es algo nuevo cuando llegan estas fechas, así que, de un año para otro, alguien debía tenerlo previsto. Y sobraba trabajo, lo que tampoco es extraño a finales de abril. Subía el tono de las voces, se amplificaba el ruido de las impresoras, se recalentaba la única fotocopiadora que quedaba funcionando, resonaba el timbre de los teléfonos, como un eco de despacho en despacho.

El contacto físico, el simple roce, suponía hoy poner en peligro la integridad de cualquiera porque los calambres estaban a flor de piel. Corriente eléctrica era lo que se iba pasando de cuerpo a cuerpo a poco cerca que te pusieras de quienes se iban alterando.

Yo estaba de guardia, sustituyendo a dos ausentes en uno de los espacios más concurridos y polémicos. La calma en el centro de la tempestad. Un poco cansada porque ayer estuve liada hasta muy tarde, dejando listo el trabajo que durante la mañana se había ido retrasando. Me lo han dicho varias veces. Que mi serenidad en medio del caos se agradece en días como éstos. Y yo no me reconozco. Porque, aunque seria en el trabajo lo he sido siempre, respetando y guardando las distancias, jamás consideré que pudiera llegar a construirme un oasis al que alguien pudiera venir a refugiarse.

Hoy he visto que sí, y me ha ganado, si no el cariño, al menos la confianza de gran parte de las personas que en algún momento se han acercado a respirar mi calma. Ohmmmmmmm...

lunes, 21 de abril de 2008

Cuatro.


Anoche me desvelé. La luz de la luna llena se filtraba por las rendijas de la persiana que no llegué a cerrar del todo mientras yo, dando vueltas a un lado y otro de la cama, pensaba. Pensaba en las cosas que, excitada como siempre, me contó meri a la vuelta de su fin de semana paternal.

Mucho más tarde me dormí y soñé que cenaba con las pepas. Y debe ser porque, después de casi un año, me apetece mucho verlas. De vez en cuando meri me da noticias suyas, aunque no coincide a menudo con ellas. Me cuenta que parece como si algunos miembros del grupo, debido a las circunstancias, se les hubieran distanciado, porque ya no los invitan a las comidas y reuniones como solían hacerlo. También que aún así, se interesan por mí y me envían saludos cada vez que se encuentran con ella.

Creo que son las únicas personas de mi vida anterior con las que estaría encantada de seguir en contacto, y quizá el sueño me lleve a llamarlas, a invitarlas a casa, aunque no sea a cenar. Aunque ¿por qué no? A base de comidas sencillas para dos estoy perdiendo la práctica de los menús especiales y complicados, así que puede que incluso sea una buena idea. Verán mi pequeño y acogedor piso, que todavía no conocen, charlaremos, nos reiremos, fumaremos, beberemos y comeremos como en los viejos tiempos. Definitivamente, sí, ha sido un buen sueño que me va a llevar a un deseado reencuentro.

domingo, 20 de abril de 2008

Tres.


Algunos domingos amanezco antes de que la ciudad se acabe de despertar. Me gusta madrugar los días de fiesta porque tengo todo el espacio para mí sola. Me encanta tomar el café en la pequeña terraza sin echar en falta el movimiento callejero de los días laborables. A veces me digo a mí misma que ese es mi momento zen de la semana. Cuando no hay prisas, cuando apenas hay sonidos, cuando están a punto de apagarse las farolas, cuando la luz del sol se adivina detrás de la bruma, aunque todavía no tiene la fuerza suficiente para traspasar las nubes con las que se encuentra casi cada mañana al empezar su recorrido.

En esos minutos solitarios aspiro el aroma del mar, que llega sin encontrar obstáculos, y oigo muy nítidamente el piar de los pájaros que pernoctan en las palmeras del paseo. Después, me abandono en el sofá y dejo pasar las primeras horas del domingo siendo consciente tan sólo de mi propio cuerpo tendido.

sábado, 19 de abril de 2008

Dos.


Me duelen las manos porque he pasado toda la mañana limpiando. Me duelen los pies porque he hecho varios viajes al contenedor para deshacerme de todo aquello que ya no quiero que me acompañe.

Los cambios de estación suelen provocarme una angustia tal que voy retrasando el momento de vaciar el armario. No es que me obsesione mi aspecto, pero he de reconocer que el interés que dedico a mi persona ha aumentado de una manera proporcional a los años que he ido cumpliendo. Esa progresión me ha llevado de abastecerme de ropa en los mercadillos más cutres a hacerlo en tiendas en las que encuentro prendas con un estilo poco clásico con esa calidad en los tejidos que sólo se nota cuando las llevas rozando diariamente tu piel. Debido a todo lo que dejé atrás y jamás recuperaré (ahora ya estoy segura de ello) confiaba en una transición cómoda aunque, eso sí, demasiado cara para mi situación actual de cabeza de familia monoparental. Porque, aunque he recuperado mi salario completo (junto a mi horario completo) y exposo le pasa una ridícula pensión por alimentos a la hija que tuvimos, todos los gastos (demasiados gastos) corren de mi cuenta y mi cuenta actualmente no da para demasiadas alegrías. Aún así, había ido apartando unos pocos euros desde hace unos meses para, al menos, tener con qué vestirme cuando llegara -porque tenía que llegar- la primavera con sus resplandecientes, largos y cálidos días.


Esta tarde, después de un reparador y agradable baño, que no sólo ha borrado las huellas del polvo que se había ido acumulando sino también las de las lágrimas derramadas mientras iba desechando objetos y papeles con los que ya nunca jamás me enfrentaré, he salido de compras. Con buenas intenciones. Y con el respaldo de la Visa que llevaba meses escondida en el rincón más inaccesible de mi nueva casa.
He deshecho los paquetes, he extendido encima de mi enorme cama todas y cada una de las cosas que he comprado y me he pasado muchos minutos mirándolas. Me siento tan satisfactoriamente agotada que de momento no las voy a guardar. Esta noche dormiré poco, porque la pasaré en la leonera en la que ha convertido meri la habitación que le corresponde, pero despertaré reinventada en otra -del modo en que me despierto últimamente cada mañana- la que conservando la memoria ha decidido dejar atrás el pasado. Muy atrás, justo donde le corresponde estar.

viernes, 18 de abril de 2008

Uno.

Anochecer. Lorenzo Goñi.

Anochece el viernes, mientras paseo con la vista desde el mirador del cuarto piso. Estaba arreglando los tiestos con flores - bastante damnificadas por las tormentas de los últimos días - cuando, como una premonición de lo que ya estaba casi decidida a hacer, observé a mi vecina de enfrente trabajando con el portátil al lado de la ventana. No nos conocemos, aunque solemos vernos cuando coincidimos en esa pequeña porción de nuestras casas que, de alguna manera, dejamos a la vista de miradas la mayor parte de las veces indiscretas.

Aquí dejo yo también esta ventana abierta, con la luz encendida, a merced de tu mirada.